Un pintor erótico, un músico privilegiado y el cardenal del elefante comparten el ancestro cartagüeño. Vida de Pedro Morales Pino. En febrero de 1863, al mismo tiempo que en Rionegro, Antioquia, Tomás Cipriano de Mosquera inauguraba la asamblea constituyente que daría origen a los Estados Unidos de Colombia, en la muy antigua ciudad caucana de Cartago una mujer a punto de dar a luz iniciaba el largo camino del Quindío para cruzar a caballo la cordillera Central y llegar a Ibagué. Esta joven mujer soltera iba en busca del padre de la criatura, para conseguir un apoyo económico que él nunca le brindaría.
Fue así, como siguiendo los designios de alguna profecía, que Pedro Morales Pino, uno de los músicos más importantes de nuestro folclor popular, nació en la ciudad musical de Ibagué, en donde fue bautizado con el sonoro nombre de Pedro José Pascacio de Jesús.
Rechazado también por la familia materna, este joven se crió en las calles de Cartago ayudando con sus ventas ambulantes de dulces a sostener a su madre. Pero las dotes de Pedro para el dibujo y para la música se notaron desde temprano. El destino fue benévolo con él y le llevó un mecenas, don Adolfo Sicard, que se trajo a Pedro a los quince años para Bogotá, y le abrió las puertas de una educación artística y musical.
Morales Pino y su conjunto de cuerdas Lira Colombiana tuvieron un amplio repertorio que combinaba transcripciones para bandolas, guitarras y tiples de la música operática italiana con bambucos y pasillos de su propia inspiración.
Recorrieron así el país entero, e hicieron giras por América Central y del Norte. Eran tiempos de caminos de mulas, barcos de vapor y ferrocarriles incipientes. Sus instrumentos viajaban en pesados baúles impermeabilizados contra los rigores del trópico con el mismo calafate que se empleaba en los buques.
Morales Pino dejó para la historia un álbum de recuerdos en donde se destacan los comentarios siempre halagadores de los críticos de entonces. Este compositor, arreglista y virtuoso intérprete ha merecido el título de «padre de la música colombiana», y fue quien llevó al pentagrama y clasificó los ritmos nacionales como el bambuco, la guabina y el pasillo. Según su biógrafo, el historiador de la música Jaime Rico Salazar, sólo recibió del Estado colombiano un único reconocimiento, cuando el gobierno de Pedro Nel Ospina corrió con los gastos de su entierro, en 1926.
Sus restos están hoy en el cementerio de Cartago. Puede, pues, que el cartagüeño más importante de la historia no haya nacido en la ciudad consentida del mariscal Jorge Robledo. Pero hay otros dos personajes cuya cuna cartagüeña no deja duda alguna. Es más, como una de esas ironías de la historia nacieron los dos en el mismo año de 1932, se criaron en calles contiguas y se formaron en el mismo Colegio Académico, un claustro santanderista que ya para entonces era centenario.
Pero hasta ahí llegan los símiles entre monseñor Pedro Rubiano, el cardenal colombiano que hizo parte del cónclave que eligió al papa Benedicto; y el pintor de desnudos Leonel Góngora.
De Rubiano y sus dotes creativas vale rescatar aquí un personaje de leyenda; que fue protagonista por derecho propio de aquel escándalo político del gobierno Samper que pasaría a la historia como el nombre de proceso ocho mil.
Me refiero, claro, a ese elefante que, a manera de metáfora (¿o de parábola?) usó el entonces arzobispo de Bogotá en alusión a los dineros del narcotráfico; que difícilmente entran en casa alguna sin que su dueño se percatase.
En el extremo opuesto de ese continuo que va de los excomulgados a los excomulgantes está Góngora, el artista. En sus dibujos de una estética extraña; predominan tanto la violencia cruda de gruesos trazos rojos como la sexualidad provocativa, casi insultante.
Sus mujeres de labios concupiscentes, senos erguidos y pubis expuestos; tienen una estrábica mirada felina y unos dedos en garra que representan ese dualismo de placer y de tormento que encierra el sexo.
Leonel Góngora, señalado como el más digno exponente del arte erótico en la América hispana, llevó, como los dos Pedros de su natal Cartago; una vida de exiliado. Después de estudiar en la Universidad Nacional, Góngora estuvo largos períodos en México, en donde lo consideran mexicano.
Luego vivió en la puritana Massachussets, en donde se desempeñaba como profesor de arte en la universidad estatal cuando murió en 1999. «Cuando debo portar bajo el brazo alguno de mis cuadros realizo preparativos de ladrón para no ser visto» dijo Góngora en su última entrevista; «me deslizo por las paredes, verifico que no haya vecinos en la zona y que ningún obispo pase por la calle» añadió; tal vez evocando a su compañero de infancia Pedrito Rubiano.
Porque ‘Pedrito’ siguen llamando en Cartago al cardenal, no con la irreverencia que suelen tener los diminutivos uribistas; sino con el cariño de quienes evocan al pequeño Pedro persiguiendo las palomas de la plazoleta que hay en frente de la capilla de San Francisco; que no solo está en la calle misma en que él nació, sino que es donde, desde el siglo XVII, veneran el lienzo milagroso de Nuestra Señora de la Pobreza.
Pero ese sobrenombre en diminutivo puede guardar también algo de respeto tácito hacia ese otro Pedro, el compositor, el maestro de maestros cartagüeño; que dejó inmortalizada su creatividad musical en ese bambuco emotivo, ya casi centenario, tan cargado de celos; que musicalizó Morales Pino, y le puso el titulo de «Cuatro preguntas».
Morales Pino y su conjunto de cuerdas Lira Colombiana tuvieron un repertorio que combinaba transcripciones de bandolas; guitarras y tiples de la música operática italiana con bambucos y pasillos colombianos.
Diego Andrés Rosselli Cock, MD
Neuroepidemiólogo e historiador.
Deja una respuesta