El pueblo guajiro de Villanueva vive casi tan orgulloso de sus piedras como de sus acordeones. En el extremo sur de La Guajira el río Cesar, que baja de la sierra nevada de Santa Marta y va en busca del lejano Magdalena, cambia sus contornos montañosos por un amplio valle
Del otro costado de ese valle, desde la serranía de Perijá, desciende un río pedregoso que atraviesa el pueblo de Villanueva y lleva su mismo nombre, un homenaje de sus fundadores al santo jesuita Tomás de Villanueva.
Pero no fue al santo al que invocaron los creadores del festival local de música vallenata, sino a ese lecho pedregoso en donde se asienta el pueblo, y que ha resultado de siglos y siglos de erosión hídrica. El nombre original del encuentro vallenato ‘Cuna de Acordeones’ fue en realidad Festival de las Piedras.
A esas mismas piedras se refiere Villanueva mía, la canción insignia del festival de acordeón, que en su coro repite «déjame tropezar en las piedras de tus calles de poesía».
Es claro que el canto vallenato, con sus guitarras primero y su acordeón después, y con sus juglares itinerantes llevando noticias de pueblo en pueblo, se originó de este lado de ese Valle que aquí comienza. Valledupar es tan solo la capital de un extenso territorio vallenato que incluye todo el sur de La Guajira.
Y si los paseos vallenatos cuentan historias, falta aún aquél que cuente que este mismo Valle de las canciones pudo ser el cauce original del Magdalena, que en épocas prehistóricas desembocaba en cercanías de donde hoy está Riohacha después de seguir el curso actual del río Cesar primero, y del Ranchería después. Y lo decía ya, quién lo creyera, Jorge Isaacs.
El autor de La María hizo parte de la famosa Comisión Corográfica; fue su secretario después de la muerte de Codazzi, y exploró el valle de Upar y la Sierra Nevada. Hacía rato que el Magdalena se había ido de aquí, claro, cuando llegaron los españoles.
Para entonces, esta región estaba en el límite nororiental del territorio de los aguerridos chimilas, que dominaban todo el margen derecho del Gran Río.
Los misioneros dominicos, uno de ellos el santo presbítero Luis Beltrán, fueron enviados a catequizarlos. Se dice que gracias a su don de lenguas este santo valenciano pudo prescindir de intérpretes en sus correrías por tierras del litoral Caribe, entre 1562 y 1569.
También fue legendaria su capacidad de supervivencia a picaduras, ponzoñas y flechas. Cuenta la tradición que en donde hoy está el barrio San Luis, a orillas del río Villanueva, los dominicos hicieron construir una capilla que luego atrajo pobladores de la región.
Pero fueron los jesuitas los que bautizaron el pueblo con el nombre de otro santo, más de su devoción. ‘El Divino’ Tomás de Villanueva fue arzobispo de Valencia y es recordado por los episodios de éxtasis en los que caía durante la oración. Carlos V con frecuencia escuchaba sus sermones.
Este santo fue canonizado en 1658, poco antes de la fundación de Villanueva, cuya fecha es incierta. El hecho más destacado de la Villanueva del siglo XVIII debía ser la visita de un obispo. Entre las admoniciones que dejó a los sacerdotes de su diócesis el prelado Nicolás Gil Martínez y Malo hacia 1757 figuran la conveniencia de separar en la iglesia a los hombres de las mujeres, y la prohibición de emplear muchachas para su asistencia. Autorizaba tan solo aquéllas ‘de edad avanzada, como de 40 años’.
Un siglo más tarde, en 1856, visitó la región el ilustre geógrafo francés Eliseo Reclus. «Pocas zonas en Colombia son tan ricas, salubres y adecuadas para la inmigración como la parte alta del valle del César» dijo. Ya se cultivaba entonces café en esta región. «Me llamó la atención especialmente por su apariencia de prosperidad y su situación bella a maravilla.
Las casas pintadas de amarillo, están sombreadas por árboles de una corpulencia rara aun en la zona ecuatorial; buenos caminos, por los cuales podrían circular fácilmente los carruajes, cruzan en todos sentidos; las acequias o canales de irrigación, corren sobre piedras con suave murmullo, conservan en los huertos la más rica vegetación; y a lo lejos se extiende una explanada inmensa de verdura enclavada entre dos hileras de montañas paralelas».
Y más poeta que geógrafo parece Reclus cuando escribe; «Cuando los rayos del sol naciente aparecen por sobre las cimas de la sierra Negra y van a herir las puntas opuestas, trazan al principio en el cielo una inmensa bóveda de luz; en seguida alumbran los varios faros brillantes de los picos de la Nevada; la luz desciende por grados sobre los flancos de los montes como un inmenso incendio, envuelve toda la cadena con un manto de fuego; y esparciéndose al fin en la explanada, cambia en innumerables diamantes las gotas de rocío y hace brillar el agua de los torrentes».
Al igual que Codazzi, su homóloga en Cesar, Villanueva fue tierra algodonera; también sufrió la crisis del sector en los años setenta y también vivió los estragos de la marihuana al final de esa década y durante todos los ochenta.
Las historias de guerrilla, de desplazados, de sicarios y de paramilitares también están presentes aquí. No es en vano que Hernando Marín en su ya citada Villanueva mía haya ido más allá del lecho rocoso; «déjame tropezar en las piedras de tus calles de poesía, déjame brindar por ti, déjame sentir tu canto, déjame sentir tu llanto, Villanueva mía».
Diego Andrés Rosselli Cock, MD
Neuroepidemiólogo e historiador
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