Ipiales, las tierras en donde se apareció la Virgen en 1754, también surgió el más antiguo de los bambucos. No habrían podido encontrar una topografía más inapropiada para construir un templo. En este país con tantos ríos y montañas pocos cauces son tan agrestes como el del río Guáitara.
En sus 135 kilómetros de recorrido sus aguas no tienen ni un momento de sosiego, ni un solo meandro de descanso, desde que nacen en las laderas del volcán Chiles y descienden siempre encañonadas para desembocar en el Patía.
Pues ahí, en lo más escarpado de ese cañón del Guáitara fue en donde, entre 1915 y 1952, construyeron no un templo cualquiera, sino una impresionante iglesia gótica que al poco tiempo sería consagrada por el papa Pío XII como Basílica Menor. Y no era ésa, claro, la primera iglesia que se levantaba en ese lugar.
El mismo fray Gabriel de Villafuerte, ayudado por toda la multitud que lo acompañó aquel 15 de septiembre de 1754 a verificar la milagrosa aparición de la Virgen estampada en la piedra, dirigió la construcción de la primera ermita de paredes de palo y techo de palmas. (Ver También: Las Piedras de Facatativá)
Dos templos más precedieron, en un proceso de dos siglos de evolución arquitectónica, al santuario de hoy. Pero el verdadero hecho milagroso había ocurrido la víspera de esa primera misa del padre Gabriel, cuando la indígena del vecino poblado de Potosí María Mueses de Quiñones había pasado por allí cargando a Rosa, su hija sordomuda de 11 años.
Fue la pequeña la que vio la imagen de la Virgen y, para sorpresa de su madre, empezó a gritar que la Señora la llamaba. Esa adquisición súbita de lenguaje de la pequeña habría de ser el primero de una larga lista de milagros que se atribuyen a Nuestra Señora de Las Lajas, y que constan en centenares de placas que hay a lo largo del camino que conduce al santuario.
Toda esta historia se desarrolló a pocos kilómetros de esta ciudad fronteriza que derivó su nombre del cacique Piales, y que primero se llamó Ypiales. La ciudad de los tres volcanes, como también se la conoce a Ipiales, está custodiada por el Cumbal, el Chiles y el Azufral.
Y aunque el milagro de Las Lajas es su principal orgullo, los ipialeños se precian también de haber sido la cuarta población de la Nueva Granada en dar el grito de la independencia, en septiembre de 1810. A ese mérito hay que agregar el hecho de que la ciudad vecina de Pasto fue siempre un fortín realista.
La máxima heroína local, y cuyo apellido dio nombre a toda la provincia, fue doña Antonia Josefina Obando, una agraciada dama que, vestida a la usanza griega clásica, le cantó a Bolívar en su visita a la ciudad en 1822.
Los pastusos no perdonarían un acto así: en represalia, la ‘ninfa’ Obando fue fusilada poco después por los hombres de Agustín Agualongo.
Ya por esos días de la independencia los soldados de este confín de la provincia de Popayán entonaban en combate las notas de una canción cuya letra evocaba a una mujer ingrata, a una ‘guaneña’ que menospreciaba sus amores.
Las guaneñas eran las mujeres que se desplazaban detrás de los ejércitos -muchas veces novias o esposas de los mismos soldados y se encargaban de prepararles alimentos y remendarles las ropas.
Éste, considerado por algunos el más antiguo bambuco, se sigue entonando hoy en los carnavales de Nariño con el mismo fervor que emplearon los soldados del batallón Voltígeros, aquéllos que a la voz de ‘paso de vencedores’ siguieron a Sucre y Córdova en la batalla de Ayacucho.
También se cantó La guaneña en la batalla de Cuaspud, en la vecindad de Ipiales, en 1863. En esta ocasión fue el general Tomás Cipriano de Mosquera el encargado de recapturar la ciudad; que había sido tomada por los ecuatorianos tres años antes.
Los ejércitos de Mosquera, con 3700 infantes, 100 jinetes y 80 artilleros, derrotaron a un ejército ecuatoriano de 5300 infantes y 700 jinetes. Mientras del lado colombiano hubo 52 bajas, los ecuatorianos perdieron 96 hombres, y 2200 más cayeron prisioneros.
Este heroico ritmo festivo y militar de La guaneña tiene una clara raíz indígena. Muy seguramente fue interpretado en sus orígenes con instrumentos musicales de viento heredados de los pastos; aquella etnia que enfrentó al imperio inca poco antes de la llegada de los españoles.
De hecho, la frontera norte del imperio inca la ubican los historiadores algo al norte de lo que hoy es Ipiales. Aquí se derrotaron en 1.470 los ejércitos de Guayna-Cápac.
De no ser por la llegada de los conquistadores; es probable que esta zona se anexara luego por el imperio inca, en aquel entonces en plena expansión.
Fue precisamente uno de aquellos indígenas raizales, un cacique que adoptó el nombre español de Pedro Henao; el protagonista de otra aventura cuyo registro fragmentario es apenas conocido.
Su historia recuerda la del cacique Turmequé; ya que como aquel tunjano, este indio cuaiquer también cruzó el Atlántico para entrevistarse con el mismísimo Felipe II; y quejarse del mal trato a los indios por parte de los encomenderos.
Se desconocen todas las peripecias que debió enfrentar este hombre en su largo camino; pero en el Archivo General de Indias de Sevilla consta que él personalmente entregó a Su Majestad su preciado memorial.
Ipiales, allá en los confines de Colombia, tiene uno de los monumentos religiosos más importantes del país; y en sus tierras quebradas se libraban importantes batallas incluso antes de la conquista española.
De todo aquello quedaron para celebrar las dos veces centenarias notas del «guay que sí, guay que no, la guaneña me engañó».
Diego Andrés Rosselli Cock, MD
Historiador, académico, neurólogo
Deja una respuesta