Muchas ciudades han sido forjadas por las cicatrices de grandes y pavorosos incendios; Manizales es una de ellas. En los años veinte Manizales era una ciudad próspera.
En sus casas abundaban los lujos europeos, y los hijos de las buenas familias se formaban en universidades del Viejo Mundo. Las compañías de teatro, de tango y de ópera -nacionales y extranjeras-la incluían siempre en sus giras.
Era una ciudad joven, pero con ínfulas de tradición. Joven, porque no habían pasado ochenta años desde el heroico recorrido de Patricio Fermín López, ese campesino de Rionegro que fundó primero a Santa Rosa de Cabal y luego, en la famosa ‘expedición de los 20’, se estableció en Manizales.
Y a su vez de tradición, porque muchos de esos pioneros paisas del primer medio siglo venían de Sonsón, que sigue siendo hoy -quizás más por olvido que por convicción- un núcleo feraz de valores antioqueños.
En 1848, un año después de su fundación, cuando el presidente Tomás Cipriano de Mosquera le dio el aval al nuevo poblado, no sabía que doce años más tarde sufriría allí una de sus derrotas más humillantes. Alguna ventaja -por lo menos defensiva- habría que tener construir una ciudad en esas lomas.
Mosquera, que en 1860 comandaba los ejércitos del Cauca, no pudo ganarse este territorio agreste de la frontera sur de Antioquia. Y de un sitio estratégico en lo militar, esta ciudad de cuestas inverosímiles pasó pronto a ser un lugar estratégico en lo comercial.
Sus tierras volcánicas, la riqueza de agua, en fin, tantos factores geográficos concentraron pronto en esta vertiente de la cordillera Central la más reputada producción cafetera. El desarrollo regional fue tal que en 1905 decidieron hacer de esta ciudad, apenas cincuentona, la capital de un nuevo departamento, ensamblado con tierras de Antioquia, del Valle y del Tolima.
Su principal problema eran los caminos. Llegar o salir de Manizales fue parte de la aventura de conocerla (como debe tener presente cualquier viajero varado en el aeropuerto de La Nubia).
Arrieros osados con recuas de mulas o yuntas de bueyes llevaban a personas y mercancías, ya fuera por el camino del Valle para salir a Cali y al Pacífico, o ya por esas inacabables montañas sucesivas del largo trayecto hasta Medellín.
Pero el peor de todos los caminos remontaba la cordillera para buscar el paso de Letras, y bajaba luego a las tierras llanas de clima infernal del valle del Magdalena, en el Tolima. Era un camino imposible en el que no era inusual que murieran de frío recuas enteras o desaparecieran para siempre viajeros solitarios.
En los años veinte empezaba apenas el diseño de la red vial y se iniciaba en el país el transporte aéreo. Pero fueron ésos para Manizales los mejores años.
Imprentas, bancos, teatros, colegios habían surgido en todas partes. Y además de la imponente estación del ferrocarril y las líneas férreas que permitían la salida del café a Buenaventura, la ciudad de Manizales lucía con orgullo ante el mundo otra gran obra de ingeniería: el cable aéreo que la unía con Mariquita, y así, con el Magdalena y con los mercados del mundo.
Con 72 kilómetros de longitud, más de 400 torres y cerca de 800 vagonetas, fue en su momento el cable aéreo más largo del mundo. Su construcción -hay que admitirlo- no había sido una tarea fácil para los técnicos y los ingenieros suizos y británicos de la compañía Ropeway Branch.
La primera guerra mundial fue un obstáculo inoportuno en el proyecto que se inició en 1913. El acero de sus torres era escaso y, peor aún, los barcos que traían los componentes corrían los riesgos de un Atlántico en guerra.
Y la guerra cobró su precio: un submarino alemán hundió el buque que traía una pieza clave, la que pasaría a llamarse la Torre de Herveo, una de las más altas.
Los ingenieros ingleses James Lindsay y Frank Koppel, con sus colegas colombianos Jorge Robayo y Francisco Fajardo se vieron obligados a diseñar una igual. Pero, a falta de acero, la hicieron de madera. El cable funcionó de manera ininterrumpida hasta 1973.
Cuando se suspendió su uso le ocurrió lo mismo que al otro gran cable aéreo del país, el que unía al puerto de Gamarra, en el Magdalena, con Ocaña, pasando por Aguachica.
Todas sus torres fueron derruidas para ser vendidas como chatarra. Pero en Manizales una se salvó; y se salvó por ser de madera. Como un digno homenaje al ingenio, hoy está ahí en la ciudad para que todos la admiren.
Pero regresemos a los años veinte y a los dos incendios que devastaron el centro de Manizales y que son -después de todo- el tema central de esta crónica.
Ocurrieron uno en julio de 1925 y el otro en marzo de 1926 y, para constancia de la historia, quedaron consignados en numerosas fotografías.
La única manera para contenerlos fue hacer a su alrededor una zona de contención, destruyendo con explosivos los edificios que pudieran caer víctimas de las llamas. Aunque el primer incendio fue más devastador, el segundo fue el responsable de destruir la catedral ante lo ojos desesperados de todos.
Hoy la réplica en menor escala de esa vieja catedral sobrevive en la iglesia de Chipre, un sector que bien paga una visita. No hay una iglesia tan democrática como la que hoy se levanta en el mismo lugar de la vieja catedral.
La decisión del diseño final que se adoptó para el nuevo templo se hizo por concurso, que luego se aprobó por consulta popular. Fue así como se seleccionó ese diseño del francés Julien Auguste Polty, inspector de monumentos históricos de su país.
Y hoy esa silueta de caprichoso estilo neogótico de la catedral de Manizales; que se proyecta sobre el telón de fondo del nevado del Ruiz es el emblema de la ciudad.
Pero este monumento nacional, además de recordarnos la pujanza -y algunos dicen que la locura-; de esa capital cafetera de los años veinte; debería sobre todo recordarnos cómo de las cenizas resurgió, en el tiempo milagroso de dos años, una nueva ciudad. Manizales, ciudad ejemplar, nos enseña que salir adelante es cuestión de empeño.
Diego Andrés Roselli Cock, MD
Neurólogo, académico e historiador
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