Durante veinte años Uribia, la ciudad wayuu, fue capital de la Guajira. Actualmente es municipio.
Al igual que en la glorieta de l’Etoile, en París, en la plaza Colombia de la ciudad guajira de Uribia convergen ocho avenidas. Aquí, en la ciudad wayuu, en medio de la plaza octogonal en lugar de un Arco del Triunfo hay un obelisco en cuya punta ondea una bandera.
En el costado que da hacia la iglesia parroquial hay un quiosco que sirve de refugio al busto del general Santander. Una tarima para los espectáculos folclóricos, algunos árboles, y unos juegos infantiles completan la dotación del parque central.
Es probable que Eduardo Londoño, el fundador de Uribia, se inspirara en los planos parisinos del barón Haussmann cuando trazó aquí, el 1 de marzo de 1935, las calles de la ciudad destinada a ser capital de la nueva comisaría de la Guajira.
Eran los tiempos del primer período presidencial de Alfonso López Pumarejo. En el 34, López, recién posesionado, anduvo todo el viejo Magdalena, visitó la tierra de sus ancestros maternos, los Pumarejo Cotes, y aprovechó para recorrer la Guajira bajo la guía de su compadre Luis Cotes Gómez. Cotes, casado con una princesa wayuu, era además de importante caudillo local, magnate del comercio y la explotación de sal.
Por decreto de López, y con el aval del ministro de Gobierno Darío Echandía, la corbeta Mosquera de la Armada Nacional atracó en Manaure el 15 de febrero de 1935. Traía abordo un destacamento militar bajo las órdenes del mayor Julio Gaitán, comandante del escuadrón de caballería Rondón. Venía también el capitán Eduardo Londoño Villegas, militar manizalita, con la misión expresa de fundar la nueva ciudad y permanecer allí como primer Comisario.
En el lugar, equidistante entre la Sierra Nevada y el extremo de la península, así como entre el mar Caribe y la frontera con Venezuela, existía una ranchería wayuu conectada con todos los puntos de la península por un laberinto de caminos. (Ver También: Qué es el Monitoreo Ambiental)
El sitio había sido escogido a finales del año anterior por el mismo Londoño, quien sería luego comisario de la Guajira por tres años. La idea, al trasladar la sede del gobierno local de la centenaria Riohacha, capital de la provincia de Padilla, a la ciudad nueva, era no solo parte de la política de impulso a las tierra fronterizas después del conflicto con el Perú, sino una estrategia de negociación de paz con los beligerantes wayuu que nunca se habían integrado a las leyes de la República.
Los conflictos con los nativos habían sido la constante de la historia guajira desde cuando Alonso de Ojeda bautizó el cabo de La Vela en 1499 y fundó cerca de allí, dos años más tarde, la efímera ciudad de Santa Cruz. A la resistencia a la dominación extranjera se agregaban las sangrientas luchas internas entre las distintas castas wayuu.
El cronista francés del siglo XIX, Henri Candelier, destaca, entre las muchas hazañas bélicas de José Dolores, una batalla con una casta rival en la que él les envió a los ipuana un falso emisario con barriles de ron, con la tarea de embriagarlos, para luego retenerles las armas a manera de prenda por el licor consumido.
Ya embriagados y desarmados, ordenó masacrarlos a todos, incluyendo mujeres, niños y ancianos. Omito los detalles de los descuartizamientos y de cráneos destrozados a golpes, dignos apenas de los paras de hoy.
“Autoridad lejana es autoridad ausente, y autoridad ausente es autoridad nula” son palabras que atribuyen a Rafael Uribe Uribe, el militar y pensador liberal en cuyo homenaje fue bautizada la nueva ciudad. “Vascobia” fue otra de las opciones consideradas entonces, como tributo al general Vázquez Cobo, héroe de la recién concluida guerra con el Perú. Londoño Villegas gobernó la Guajira como un rey.
“Los indios me tratan con un respeto y unas consideraciones casi monárquicas”, escribió un día. “Cuando llego a una ranchería, el jefe de la tribu me recibe con honores reales.
El mejor rancho, la mejor hamaca y la comida mejor son para mí. Me parece a veces que me encuentro en un siglo distante, allá por los días de la conquista, incrustado en un capítulo de aventuras inverosímiles”.Y seguramente se lo creyó.
El vecino pueblo de Albania, por ejemplo, aquél en donde se encuentran los grandes yacimientos de carbón, fue rebautizado así por el mismo Londoño para congraciarse con su esposa Alba. Hasta entonces se llamaba Calabacito.
El inspector de policía tenía instrucciones de sancionar con multas, incluso con arresto, al que entonces dijera Calabacito y no Albania. Pero la dicha no les duró mucho a los uribieros.
En 1954 Rojas Pinilla elevó la comisaría al rango de intendencia y trasladó su capital a Riohacha. Uribia quedó por un tiempo relegada a la categoría de corregimiento. Los dineros de la burocracia se fueron con los vientos del desierto, y tras ellos se fue el comercio.
Ya no hubo más vuelos de Avianca y de Taxader al aeropuerto local, hoy en ruinas, al igual que su Palacio Comisarial. Sin recursos, Uribia se convirtió en pocos meses en el “tugurio de Colombia” o el “traspatio de la intendencia”. La esperanza, sin embargo, nunca se perdió.
Las oportunidades tienen que estar allá, en alguna parte. Por lo menos eso debía pensar la religiosa María de Betania, cuando compuso el himno de Uribia. En medio de sus breves delirios de éxtasis místicos; la hermana María veía en el horizonte del desierto: “policromías mágicas al conmoverse el cielo por la agonía del sol”.
Diego Andrés Rosselli Cock, MD
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