Historia de Zipaquirá
Una montaña de sal y su cercanía a la capital del país, han moldeado la combativa historia de la ciudad cundinamarquesa de Zipaquirá, que -antes de ser poblada- era simplemente una campiña de indios chibchas (llamados muiscas por los españoles, ya que aparecían como moscas). Estos aborígenes estaban comandados por su Zipa, quien perdiera el poder a manos del Adelantado Jiménez de Quesada.
El general Alejo Morales habría de durar pocos meses en su cargo de presidente del Estado Soberano de Cundinamarca.
Era el año de 1863 y el país estrenaba por esos días el nombre de Estados Unidos de Colombia. Su capital Bogotá -quién lo creyera- quedaba sometida, por lo menos en teoría, a los designios de Zipaquirá.
Desde el sometimiento de los indígenas del altiplano al dominio español, las glorias de la ciudad de la sal han estado condenadas a ser efímeras. No fue mucho lo que el presidente Morales pudo hacer en su corto gobierno desde Zipaquirá.
El sólo traslado de la dependencia le tomó un mes (y le costó trescientos sesenta pesos al Estado), y cuatro meses más se fueron en dar inicio a las sesiones de la Asamblea. Una nueva oportunidad de ser por un tiempo ciudad capital vino más tarde, con el gobierno de Rafael Reyes y la creación de un centenar de nuevas divisiones territoriales.
Una de ellas fue el departamento de Quesada, vigente de 1905 a 1910, que incluía, además de la provincia de Zipaquirá, las de Chocontá, Ubaté, Guatavita y La Palma. Pero yendo más atrás, en esta región del norte de la sabana de Bogotá era donde convergían en tiempos precolombinos los caminos del extenso imperio chibcha.
Entre los indígenas, la sal de estas montañas era la moneda por la que se trocaban el oro y las esmeraldas, las mantas, o los frutos y animales de lejanas tierras.
Fue siguiendo los caminos de la sal, después de todo, que los hombres de Jiménez de Quesada llegaron a los cacicazgos de los muiscas. Cuando ellos llegaron no había sobre esta montaña de sal poblado alguno, solo cientos de ranchos dispersos.
Habría de pasar más de medio siglo para que, en el 1600 se fundara la ciudad de Zipaquirá donde hoy la conocemos. No fue fácil convencer a los indígenas de la conveniencia de congregarse en el pueblo, en vez de vivir esparcidos por su amplio territorio.
Las instrucciones que recibió Pedro de Herrera en el «auto de poblamiento» fueron claras: había que sacarlos «de cualesquier quebradas y partes donde estuvieren, y a los que fueren rebeldes les quemará sus casas y bohíos, persuadiéndoles a los indios que han de vivir juntos por ser lo que más les conviene». Dicho estaba.
La sal de Zipaquirá reunió entonces en un solo lugar a blancos y a indios, por lo que en 1623 fue necesario hacer una división del pueblo que evitara esa inaceptable convivencia. Vale recordar que ni siquiera los encomenderos estaban autorizados a vivir en los pueblos de sus indios; para ello tenían sus ‘aposentos’ propios. Zipaquirá fue, en este sentido, un pueblo excepcional.
Las cosas cambiaron en 1778, cuando el virrey Manuel Antonio Flórez ordenó el traslado de los indios de Zipaquirá a Nemocón, alegando que allí estarían ‘con los de su raza’.
Los solares, ahora vacíos, se asignaron a familias españolas. Fue así más sencillo conseguir para un pueblo de blancos el rango de parroquia, en decreto dictado al año siguiente por el arzobispo Antonio Caballero y Góngora.
El mismo arzobispo -y luego virrey- sería protagonista unos años después del hecho histórico más conocido de Zipaquirá. Aquí, en este pueblo, se puso fin en 1782 a la Rebelión de los Comuneros.
No es del caso repasar ahora esa complicada revuelta que se desencadenó en la provincia de Socorro el año anterior, y que llevó a que un enorme pero muy desorganizado ejército de campesinos y de indígenas llegara a las puertas mismas de la capital del virreinato.
Aquí los líderes revoltosos, finalmente, aceptaron ingenuos las propuestas del Gobierno, sólo para ser perseguidos y ejecutados uno a uno más adelante. Razones justificadas para desconfiar tendrán siempre los que se acojan en este país a amnistías y armisticios.
Vale decir que esta región de la Sabana mantenía desde antes de la Rebelión nexos estrechos con la provincia de Socorro; por sus intercambios comerciales de sal por miel y panela. El prócer sangileño Pedro Fermín de Vargas mantuvo en Zipaquirá una tertulia conspiradora a la cual asistió también el Precursor Antonio Nariño.
No en vano Alberto Lleras dijo un día que «con la sal de Zipaquirá se bautizó la República». Más enfático quizás fue Tomás Cipriano de Mosquera cuando afirmó que; «la unidad de la Nación se salvó por el centralismo, y el centralismo se hizo vida y se sostuvo económicamente por las salinas de Zipaquirá».
Esta ciudad fundada sobre la riqueza inusual de una montaña salada puso su cuota de mártires para la Independencia.
En 1816 Pablo Morillo fusiló en la plaza de Zipaquirá a seis héroes locales traídos a pie desde la capital.
Muchos otros zipaquireños cayeron en tierras lejanas tanto en esas batallas de la joven República como en las muchas guerras civiles del siglo XIX. Los enfrentamientos con las guerrillas de Guasca, un enclave conservador, fueron numerosos; como fueron también los alzamientos contra los gobiernos de turno, que usufructuaban las salinas sin dejarle parte de sus ganancias al pueblo.
Fue precisamente en una de estas revueltas, en 1882, cuando en medio de un tiroteo callejero murió el ex presidente de Cundinamarca Alejo Morales. El general quedó allí tendido en la misma plaza de Zipaquirá que un día lo había visto disfrutar de su breve paso por la historia. (Zipaquirá, la ciudad salada).* Tomado de www.portafolio.com.co
Diego Andrés Rosselli Cock, MD
Neuroepidemiólogo, académico e historiador.
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