De la tradición prehispánica caníbal a la cultura más refinada, en una ciudad cuya música ‘típica’ es extranjera. Poco quedó de la tradición indígena.
Hace cien años, Cali era un pueblo tranquilo de treinta mil habitantes. Apenas había indicios del cambio que estaba por llegar
En este lugar se viviría con más rapidez que en ningún otro la transición desde una cultura pueblerina hasta un civismo urbano ejemplar. En un par de generaciones este pueblo caucano se convirtió en el paradigma de ciudad colombiana.
Los historiadores coinciden en que para 1971, cuando se realizaron aquí los Juegos Panamericanos, Cali tuvo su apogeo. Pero vamos por partes. Es poco lo que quedó de la cultura indígena que poblaba esta región del Valle a la llegada de los españoles.
Es probable que la antropofagia que practicaban los liles no fuera un hábito regular, sino tan sólo parte de sus rituales bélicos, como afirman los antropólogos más benévolos. Al imperio español le convenía exagerar el canibalismo para justificar el genocidio indígena.
Sea como fuere, las descripciones de los primeros cronistas son escabrosas. Dicen, por ejemplo, que estos nativos tenían unos tambores de guerra bastante peculiares, cuyo sonido aseguran espantaba al enemigo. Su membrana sonora era de piel humana; la porción templada correspondía al abdomen, mientras que el pellejo de las extremidades e incluso de la cabeza, todo retraído, pendía a los costados del instrumento.
Desde la fundación, los caleños vivieron a la sombra de la ciudad hermana, Popayán, que fue la favorita de Belalcázar. Existió, además, una clara competencia con otras ciudades del valle del río Cauca, particularmente Buga y Cartago, que en cierta medida continúa hasta el presente.
Su primera gran disidencia con Popayán llegó con los movimientos de independencia. Cali, y las Ciudades Confederadas que la acompañaron, tuvieron un papel protagónico en este capítulo de la historia, que los textos centralistas tienden a olvidar.
El caleño José Joaquín de Caycedo y Cuero, cuya estatua y nombre engalanan la plaza central de la ciudad, pagó con la vida su liderazgo en este movimiento sedicioso. Fue él quien ocupó la presidencia de la primera junta de gobierno de la provincia, tras declarar su independencia de España.
Pero el cambio grande de esta ciudad se inició en 1909, cuando se creó el departamento del Valle y se hizo de Cali su capital. Empezaron ahí los años dorados. Al poco tiempo Cali recibió del papa Pío X el rango de diócesis, y se inauguró el tranvía que comunicaba a la ciudad con Puerto Mallarino (hoy Juanchito), sobre el río Cauca.
Era la época del transporte a vapor por el río Cauca, desde y hacia el puerto de La Virginia. Por esos días se instaló también la primera planta eléctrica local, con la para entonces increíble capacidad de iluminar la plaza de Caycedo con todo y sus diez bombillos.
Pero lo que más importancia tuvo en el despegue económico y demográfico de Cali fue el Ferrocarril del Pacífico, inaugurado en enero de 1915. Buenaventura desplazó a Barranquilla, y se convirtió pronto en el principal puerto colombiano. Cali fue su puerta obligada.
El presupuesto del departamento, que en 1910 era de 31.000 pesos, pasó a ser de 134.000 en 1916. De la cultura negra y de sus vínculos caribeños heredó Cali su música distintiva que aquí no tuvo origen andino. En la ‘Sucursal del Cielo’ o ‘La ciudad del Apartheid’ (según se la vea) se impuso fue la salsa.
Este ritmo antillano entró por el ferrocarril desde Buenaventura y se empezó a escuchar en la zona de tolerancia en los años cuarenta. Como el tango en Buenos Aires, o la música de acordeón en Riohacha, la salsa partió de los burdeles.
Pero el bautizo salsero de la ciudad vino a ocurrir en la Feria de Cali de 1968, cuando Richie Ray y Bobby Cruz tocaron sus ritmos en la Caseta Panamericana. Mientras los jóvenes del mundo se dejaban llevar por el rock, los caleños se enrumbaban con la salsa como música de fondo. Por algo el ‘himno’ de Cali es el Cali pachanguero de Jairo Varela y su Grupo Niche.
Cali fue un semillero apropiado para la literatura urbana. En los barrios bajos surgió Humberto Valverde, que describió la vida entre sones de barriada y luchas obreras en Reina rumba, y en Quítate de la vía Perico.
Desde otro nivel social, el escritor y suicida Andrés Caicedo le cantó a su Ciudad Jardín, un barrio de estrato alto, y a las vidas alocadas de los jóvenes de ese Cali de los sesenta. Fue él quien acuñó los términos de ‘Calicalabozo’ o de ‘Caliwood’ (el de ‘Calipuerto’, para el aeródromo local, ya existía antes).
Voy a cerrar con un fragmento de una obra típica de Andrés Caicedo, más impactante quizás que las mismas crónicas de Pedro Cieza de León. Se trata del cuento Calibanismo. “Hay varias maneras de comerse a una persona” comienza diciendo.
“Se puede partir en seis pedazos: cabeza, tronco, brazos, pelvis, muslos, piernas, incluyendo, claro está, manos y pies. Sé que hay algunos que parten a la persona en ocho pedazos, ya que les gusta sacar también las rodillas, el hueso redondo de las rodillas, recubierto con la única porción de carne roja que tiene el ser humano”. Ahí les dejo algo de material para sus pesadillas.
Diego Andrés Rosselli Cock, MD
Neuroepidemiólogo e historiador
Nota del Editor. Hace sesenta años, Cali seguía siendo un pueblo tranquilo en el que me tocó vivir de muy niño (de tres y cuatro años) entre 1942 y 1944, es decir, en plena guerra mundial. Mi hermano menor Daniel, por un mes no nació allí sino en Barranquilla.
Nuestro padre era a la sazón el gerente regional de la aerolínea Avianca, que operaba en el campo aéreo del El Guavito (del cual conservo unas fotos mías en tres tiempos, en las que –con gorra de piloto- me encuentro consumiendo una gaseosa), a él le tocó adquirir para Avianca, los terrenos del futuro Cali puerto, reemplazado posteriormente por el actual Bonilla Aragón.
El apartamento en que vivíamos estaba ubicado en el sitio donde hoy se levanta el Hotel Intercontinental –frente al río Cali- lo que indica lo pequeña que era la ciudad en aquel entonces.
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